de escalas largas y lluviosas… ¡ah! y en Ramadan…

A eso de las 6:30 am, casi 15 horas de vuelo después, aterricé en Estambul. La llegada fue extremadamente eficiente y, habiendo hecho mi tarea sobre todos los temas logísticos, a los 20 minutos ya estaba encaminada al metro. Sabía que estaría lloviendo y venía preparada con gabardina y el mindset para un día así. Después de mucho rumiar decidí la ruta de mis 6-7 horas en el centro de la ciudad, al final, conozco “bien” Estambul y solo tenía ganas de recorrer los lugares que más me gustaron, lo difícil fue seleccionar.

Mi plan era bajarme en el metro en Taksim, caminar por Istiklal, que es una calle peatonal muy turística (pero el metro no me daba tantas opciones) y cruzar el puente de Galata, ver el Bósforo a lo lejos y llegar al Estambul viejo. Estaba entre revisitar la Hagia Sofía o la mezquita de Suleimán y al final me decidí por la segunda. Es probablemente mi mezquita favorita; es, sin problemas, una de mis construcciones antiguas preferidas y las vistas son inigualables, pero lo que más me gusta y recordaba como si fuera ayer son los pequeños callejones que te llevan a ella desde el muelle. Callejones que son parte de un viejo mercado, que se desprende del famoso bazar de las especias y conforme te alejas, y acercas a Suleimán, se vuelve un tianguis de locales lleno de puestos de juguetes, ropa y chucherías.

Mi ruta (o algo así)

Mi día empezó conforme a mi plan. En Istaklal me tocó ver cómo despierta la zona turística de la ciudad y los preparativos rutinarios para recibir a miles de personas en esa calle, paré por un café turco y recordé ¡que estamos en Ramadan! Todos los cafés estaban vacios (siendo Estambul bastante secular y turístico, no afecta tanto, pero claro que no es lo mismo)… A pesar de mi disposición a que nada arruinara mi día, y de mi gabardina que me tenía seca, tuve que aceptar que la lluvia era mucho más fuerte de lo que permite hacer un recorrido agradable y paré a comprar un paraguas. Después de cruzar el Galata, y una vez más quedarme sin aire de la belleza que es este enclave, decidí perderme y reencontrarme con las memorias del mercado. Mi principal objetivo era encontrar un pequeño restaurantecito de kebab, para echar brunch, donde alguna vez comí el kebab más jugoso y delicioso del mundo. Recorrí mis pasos de hace unos años y lo encontré. Fue un microsegundo de orgullo y gusto hasta que noté que estaba cerrado hasta iftar, el momento en el que se rompe el ayuno durante Ramadan. ¡Sin más! Aunque, atinadamente, me empecé a preocupar de no encontrar nada que comer en esa zona más conservadora y menos turística de la ciudad, y en la que me había comprometido a terminar mi recorrido.

En ese punto yo seguía en completa negación sobre los cuasi-cubetazos de agua que me caían por minuto, pero no fue hasta que me tuve que quitar los zapatos que me di cuenta de mi nivel de empapadés. Fue para entrar a una mesquita que encontré en un callejón, a lado de un negocio de té donde vi una puerta antigua abierta y, animada por el tendero, entré. Ahí me di cuenta… mis tenis, calcetines y medio pantalón estaban empapados. Y no solo eso, mis pantalones de pata de elefante son de una tela que absorbe mucha agua y entre más se mojaban más se estiraban y más arrastraban. Al continuar mi recorrido ya estaba arrastrando 10 cm de tela.

Nada que no se pueda convertir en una situación agradable. Al llegar a Suleimán, yo era un charco y los guardias de la mezquita estaban divertidísimos con mi situación… y, supongo que nada como el idioma de la risa, porque estuvimos los 3 bromeando sobre mi situación un rato en turco, español e inglés y nos carcajeábamos.

Saliendo de Suleimán no me quedó más que resignarme, ir a un centro comercial a comprar pantalones, zapatos y calcetines, y cambiarme en el baño. Aproveché para comer algo con el resto de los herejes y me lancé al aeropuerto, donde, benditas salas premier, me di un regaderazo y relajé con unos mezzes turcos antes de mi vuelo a Tailandia. Una bueeeena escala, por no decir más.


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